sábado, 4 de julio de 2009

la VENGANZA de disney


Cuando concluí la primaria, mi familia se trasladó a Lima, entre otras razones porque el terrorismo comenzaba a acariciarnos la espalda y las amenazas eran una constante en el teléfono de “Comercial Del Pozo”, tienda de electrodomésticos de mi viejo. Lima nos esperaba, mi hermano Joselo fue trasladado al Colegio Salesiano de la avenida Brasil, mi hermana Liliana al Colegio de Jesús también en la misma avenida, en cambio a mí me mandaron más lejos, al Colegio San Agustín en la avenida Javier Prado. Con el tiempo nos mudamos para San Borja, dejando al Pueblo más Libre aún sin nuestra presencia.

Yo iniciaba la secundaria, estaba recién bajadito, con mi acento serrano florido, y con la creencia de que los huamanguinos eran los más guapos e inteligentes del Perú. El tiempo se encargaría de negar esta aseveración, aunque, eso sí, los huamanguinos tienen un encanto especial, como un mágico duende que los distingue inmediatamente del resto del país.

Ese mismo año, mis viajeros padres programaron una travesía a Disneylandia, sueño de cualquier mocoso, sobre todo de Joselo que daba por culo a mis viejos insistiendo diariamente para conocer la tierra de Walt Disney. Lo haríamos aprovechando las vacaciones de Fiestas Patrias. Mi viejo, con la excusa de la chamba, nos mandó a los tres hermanos con mi madre, en un tour programado, donde también viajaban más chicos de nuestra edad con sus padres, salvo algunos que lo hacían solo bajo la custodia del guía.

Mi madre nos acicaló como si fuéramos a una fiesta, bien vestiditos, con terno completo: saco, pantalón, chaleco y corbata, más parecía que nos íbamos de chambelanes a una boda, igualmente mi hermana con su traje azul y una chompita blanca, así ingresamos a la aeronave. El resto del grupo viajó en zapatillas, chándal o vaqueros. Pero a mí no me importaba, al menos en ese momento.

El vuelo duró cinco horas que pasaron inadvertidas entre juego y broma, el peinado (raya al costado) que nos hizo mi madre se mantuvo como si estuviera engominado, así bajamos las escalinatas del avión cual quinceañera de las escaleras el día de su onomástico.

Miami nos recibió con un calor sofocante, supimos responder con buen pie, sin desfallecer y sin desatarnos la corbata, aunque sudáramos a borbotones. Al llegar al hotel ya era medianoche, cansados nos metimos en la cama a dormir, mi madre no sé si por despiste o confusión no encendió el aire acondicionado, la noche se hizo tortuosa y el sudor se impregnó en nuestras pieles. A la mañana siguiente, muy de madrugada nos metimos a la ducha recontra olorosos para limpiar la suciedad que cubría nuestros cuerpos.

El tour comenzó con un paseo por la ciudad, el clásico recorrido de toda excursión. En el bus hicimos amistad los chibolos, que con los ojos saltones disfrutábamos del circuito, yo me hice pata de un también estudiante del San Agustín, que cursaba un año superior al mío, él viajaba solo con su hermana menor, se llamaba Agustín, ¡vaya coincidencia!, y ella Milagros, ¡vaya milagro! Era una ricitos de oro, con la carita blanca, chaposa, el pelo rubio oscuro, unos dientes relucientes y unos ojos azules que te carcomían con una simple parpadeada. Al toque me templé de ella. Como ya su hermano era mi amigo, fue fácil que en el bus nos sentáramos juntos. A Agustín le gustaba cantar, yo le hacía el coro en las canciones de moda de aquella época, Milagritos nos festejaba aplaudiendo y estaba atenta a lo que dijéramos. En mi fuero interno ya me la había ganado con las cuerdas vocales de mi garganta trovadora.

Los demás también formaron sus propios grupos. La primera noche acordamos ir a la discoteca del hotel, pero a mí no me dieron permiso, por lo que me quedé como portero viendo cómo ingresaban a bailar los chicos del tour.

Paseamos por el Sea World, Disney World, Circus World y demás World. Agustín era un vicioso de las fotos, tomaba cientos, yo le seguía la corriente: animal al que fotografiaba, bicho que también yo retrataba, igual con los muñecos, paisajes, juegos, torreones, avenidas, cualquier cojudez, yo le imitaba, me gasté más de una docena de rollos de 36 vistas. En algunas, de taquito me arrimaba al lado de Milagritos y posaba junto a ella.


Una tarde salimos de shoping con mi madre, a Liliana le compró una faldita discreta y un polito manga cero, en cambio a Joselo y a mí se nos antojó un conjunto de super héroe compuesto por un calzoncillo y un polo; para mi hermano, de la Linterna Verde y para mí, de Robin, el compañero de Batman. Bien al taparrabillo salimos de excursión con el grupo, los demás chicos nos miraron asombrados y algunas niñas se cubrieron la boca para disimular las risillas que se les escapaba de la comisura de sus labios.

Después de conocer los atractivos de Florida, especialmente los relacionados al mundo infantil, llegó la hora del regreso al Perú, para entonces yo tenía la certeza de que le gustaba a Milagritos y estaba dispuesto a caerle antes de que nuestros pies tocaran suelo peruano. El día del retorno mi madre nos volvió a vestir con el mismo terno del viaje de ida, incluyendo toda la indumentaria del caso, esta vez no me agradó la idea, ¿qué iba a pensar de mí la bella Dulcinea? Mis hermanos y mi madre se ubicaron en la misma fila del avión. Yo me senté dos más atrás. Me emocioné cuando Milagritos vino a sentarse a mi lado, yo estaba en pasillo y ella en el centro, solo quedaba vacía la ventana. Ese era mi momento, le caería en el avión, en pleno vuelo y allí sellaríamos nuestro romance con un beso. Empero, al asiento de la ventana vino a ubicarse el chico más guapo de nuestro tour, era rubio, de ojos también azules, parecía una muñeca, en cuanto reposó sus nalgas no cejó de hablar con Milagritos quien embobada le escuchaba atentamente. Las cinco horas del viaje se me hicieron eternas, el nudo de la corbata me apretaba la garganta, ahogándome, parecía que yo no existía pues ellos se habían cerrado en una cúpula imaginaria, él ya la tenía agarrada de los manos, la corbata seguía ajustándome, y cuando el piloto anunció que la aeronave estaba presta a aterrizar, él estampó un beso en los labios de Milagritos, ese fue el puntillazo final, cerré los ojos y un vahído me hundió en sus fauces, ella me palmeó el hombro y me preguntó: “¿Chiquito, te pasa algo?”. En mi oído se repitieron esas sádicas palabras como un tintineo infernal, sin poder contener las carniceras arcadas que sacudían mi estómago, lancé un fétido y estruendoso vómito que los bañó por completo en el preciso momento cuando las llantas del avión rozaban tierra peruana. Esa fue mi sabrosa venganza.

sábado, 13 de junio de 2009

TERESA ya no tiende la mesa


Estudiar en un colegio de varones marcó mi vida. Comenzar el día rodeado de cincuenta camaradas uniformados cual rebaño de ovejas (más bien ratas de cloaca, por el color del trajecito) y sin una sola mujer al lado (una niña en este caso), no era lo más conveniente para acoger el saber inculcado por los maestros. No sé si a los demás les hiciera ilusión estudiar así; pero a mí, desde luego, no. En el Colegio salesiano San Juan Bosco, donde fui durante la primaria el primer alumno, me incliné por los números, era una fiera en matemáticas, aprendía rápidamente, las asignaturas de ciencia fueron siempre mi fuerte. La literatura y lectura nunca estuvieron dentro de mis planes, con saber leer y escribir era suficiente. Hasta ahí se limitó mi aprendizaje, no quise ahondar más en ese escabroso mundillo.

Ya en transición sabía leer, aprendí muy de prisa y la profesora me encomendaba enseñar, como si fuera su auxiliar, a un grupo de compañeritos de salón. Yo obedecía sin rechistar y daba lecciones como un profesional de primera línea; pero apenas llegaba el recreo, mis "aprendices" salían disparados a la tienda escolar a comprar chucherías, y como mis padres no tenían por costumbre darme propina, pues, a su entender, era muy chiquillo para manejar dinero, me quedaba sentado en mi pupitre. Mis "alumnos" flojeaban, y para soliviantar su dejadez yo les hacía los deberes a cambio de unas cuantas monedas (en mi defensa diré que fueron ellos los que me tentaron, al ver que no llevaba plata al colegio) y como la tienda escolar exhibía sugestivos sanguches, tortas, mazamorras, compotas entre bebidas y demás exquisiteces, era una razón más que suficiente para alargar la mano y guardar el dinero en los bolsillos.

Un día, a manera de confesión, les dije a mis padres: "Ustedes no me dan propina; pero yo tengo mi platita" y sacando de la faltriquera algunas monedas alardeé de mi condición de economista previsor. Mi madre me corrigió: no debía cobrar a mis compañeros sino ayudarles solo a cambio de su agradecimiento. Que ya no les hiciera más las tareas escolares, pues así los convertiría en haraganes. Desde entonces ella comenzó a darme paga de lunes a viernes. Y así pasé mis primeros años de estudios.

En los eventos culturales, deportivos y patrióticos hacíamos grupo con las alumnas del Colegio María Auxiliadora, allí estudiaba Teresa, una chica que cursaba el mismo año que yo; la contemplaba con devoción como si fuera una estampita de la santa que llevaba su nombre, era extremadamente alegre, juguetona y deportista. Siempre estaba rodeada de amigas, lideraba su grupo, siendo la más atractiva y lozana.

Ya en sexto grado, en las clases de matemáticas veía su rostro camuflado entre ecuaciones y números, sonriéndome y hasta seduciéndome. Mis compañeros/alumnos, que continuaron a mi lado con el paso de los años, se dieron cuenta de mi "mal de amores" y me instaron a "caerle" en el próximo evento: el día central de ambos colegios. "Pero si solo nos habremos cruzado unas tres veces en el año y nos dijimos un par de palabras de cortesía", les dije. "¡Eso no interesa. Le caes y listo, te va a decir que ‘sí’! ¡No te preocupes!", me daban valor. "¿Y qué le digo?", inquirí moviendo los hombros. "Ahora el profesor es nuestro alumno —respondieron entre chanzas y burlas—. Solo pregúntale ‘¿quieres estar conmigo?’, y listo".

Era un veinticuatro de mayo, aniversario de nuestros colegios y día de la "Virgen María Auxiliadora", patrona de los salesianos. En la mañana recé a la virgencita por su día, le pedí que me diera valor e inteligencia para pronunciar las palabras correctas en el momento indicado, pues estaba glorificando a la otra virgen: Teresita. La madre del Nazareno no me podía dar la espalda, al contrario incrementaría mi devoción hacia ella siempre y cuando conquistara un sonoro "sí" de los labios de una de sus devotas.

Me encerré en el baño, tardé una infinidad en acicalarme lo mejor que pude y casi acabé el frasco del perfume Paco Rabanne de mi padre. Así listito y pendejillo fui a oír misa en la iglesia San Agustín. Ahí vi a Teresa sentadita con sus compañeras de aula. Mis amigos me alentaron: "Este es tu día, a la salida de la misa le caes. Tú mismo eres". No había marcha atrás. El cura nos despidió con bendiciones: "Hermanos, podéis ir en paz", al unísono respondimos: "Demos gracias al Señor" y salimos presurosamente. Esperé a Teresita mordiéndome las uñas en las afueras del templo. Cuando la vi, me acerqué a su grupo, le dije que deseaba conversar con ella. Al toque se despidió de sus amigas y enrumbamos a la Plaza de Armas.


Nos sentamos en una banca y con mis ojos puestos en los suyos, sin rodeos le pregunté: "Teresita, ¿quieres estar conmigo?". Atónita y como poseída por el demonio sentenció: "¿Qué es lo que dices? ¡Con esas simples palabras pretendes estar conmigo, Willy del Pozo! A mí que he leído de los amores de Romeo y Julieta, de Tristán e Isolda, de Orfeo y Eurídice me vienes con eso". Se levantó de la banca y espetó: "¡Mataste mi naciente entusiasmo con esa vulgaridad! ¡Me has decepcionado!" y se fue corriendo entre los portales. Me sonrojé, trastabillando, con las manos en los bolsillos y cabizbajo, busqué consuelo en mis amigos feligreses que me esperaban impacientes en el jirón Asamblea.

Desde aquella amarga tarde me convertí en un profuso lector de novelas de amor, en busca de aquellos nombres —por entonces desconocidos— Romeo y Julieta, Tristán e Isolda, Orfeo y Eurídice. Al cabo de unos años, con una vida de escriba de por medio, y olvidado el incidente volví a verla, pero a ella ya no le interesaba para nada las letras, cual personaje literario fumaba ardientes tronchos y bebía a cuatro manos la vida misma. Y antes de desnudarse me dijo una frase suya que siempre llevaré en el recuerdo: "¡Ay, del Pozo! La buena literatura está en nuestros cuerpos. No en los libros".

sábado, 30 de mayo de 2009

el BAILARÍN de marinera


Desde pequeño tuve dotes para el baile. En las actuaciones del jardín y en las escolares participaba activamente con un entusiasmo inusitado. Cuando se puso de moda Grease con John Travolta y Olivia Newton-John, comencé a peinarme al estilo de Danny, el protagonista, zarandeaba los brazos y las piernas con los compases de "You’re the one that I want", "Summer nights" y "We go together" y soñaba con ser un bailarín profesional. Luego se impuso el grupo Kiss, con su popular tema "I was made for loving you", y de igual modo, me pintaba la cara e imitaba a Gene Simmons "El Vampiro" o a Paul Stanley "La Estrella" agitando el cuerpo como un contorsionista.

Mis padres me matricularon en clases particulares de marinera norteña. Al salir del colegio enrumbaba hacia la academia de baile donde Pepe, un iqueño delgadísimo y siempre sonriente bajo unos ralos bigotes, impartía sus lecciones con afable distinción, garbo y arrogancia cual si fuera un caballo de paso peruano.

El elenco de danzas estuvo integrado por diez parejas. En el salón de baile, Pepe se vestía con el traje típico del varón, blanco con listones rojos y un sombrero que le cubría la cabeza, para enseñarnos a mover las manos y los pies. Cuando instruía a las mujeres, cogía unas faldas, y, bien delineado y maquillado bailaba moviendo las caderas como la mujer más presumida de Huamanga. Nos divertíamos muchísimo con el salero del profesor de cuerpo esmirriado, coqueteo incansable y espíritu contagioso.

Tuve dos parejas durante ese tiempo, aunque ninguna colmó mis expectativas; danzaban espléndidamente, pero por algún motivo no eran de mi predilección. Me gustaba solo Sandrita, aunque ella siempre bailaba con Lucho o Miguel.

Sandra tenía el mismo apelativo que el personaje interpretado por Olivia Newton-John en Grease: Sandy, esta era para mí el fiel reflejo de la belleza americana, y Sandrita el cúmulo de la beldad huamanguina. Por las noches soñaba con sus apetecibles nalgas bailando para mí solito, ello se daba en un teatro exclusivo donde el único espectador era yo. La sensual danza del amor expresada en los compases de la marinera.

Cuando ella bailaba la imaginaba desnudita, me emocionaba y agitaba fuertemente el pañuelo, mis rodillas rozaban el suelo y podía ver su pubis lampiño. Yo danzaba con más ímpetu para que el latir de mi corazón se fundiera a través de ese golpe simbólico en su ritmo dulzón, quizá en un mensaje destinado a sus entrañas más íntimas, pero ella siempre prestó oídos sordos a mis invocaciones.

Un año mayor que yo, me llevaba una cuarta de estatura y era, para mí, la mejor bailarina del grupo. A medio año hicimos una excursión a Huatatas. En el campo todos jugaban al fulbito, voley o matagente; yo como ya tenía costumbre fui a perseguir sapitos en los charcos cercanos. Luego me interné entre los arbustos subiendo una pequeña colina. Recostado sobre la hierba, estuve pensando un buen tiempo en Sandrita, cuando de pronto escuché voces femeninas. Era la mujer que cautivaba mis fantasías con un par de amigas más. Debajo de un árbol se quitaron la ropa para luego ponerse sus trajes de baño y de puntillas meterse a las corrientes aguas del arroyo. Boquiabierto mis ojos se clavaron en los nacientes senitos blancos de Sandra.

Por las noches antes de dormir pensaba en ellos, la culpabilidad me mataba, rogaba a Dios que perdonara mis terribles elucubraciones y rezaba una infinidad de Padre Nuestros y Ave Marías hasta que caía en las fauces del sueño; no obstante esa imagen permaneció en mi memoria durante largo tiempo.

Las lecciones de marinera fueron cada vez más exigentes, pues ya no solo se necesitaba bailar bien, sino dominar la danza del pañuelo y la coquetería, y formar un solo ser con nuestra pareja. Teníamos que conocer al dedillo nuestros movimientos, y, lo conseguimos. En los eventos que participamos cosechamos aplausos y parabienes. Pepe se llevaba las palmas y felicitaciones por el buen elenco que había creado.

Pero llegó la despedida, las clases terminaron con el fin del año escolar y para la siguiente temporada se anunció en vistosos carteles las sensuales danzas selváticas. Nuevamente organizaron un paseo silvestre. Yo seguí con mi acostumbrada rutina de atrapar sapitos y recostarme en la tórrida pampa para soñar con los ya entonaditos pechos de Sandra, cuando sentí voces cercanas que evadieron mis pensamientos.


Era ella, esta vez acompañada por Lucho, se acomodaron bajo un árbol y se besaron con tanta pasión y frenesí que me dejaron desconcertado, él la abrazaba y acariciaba, y en un estornudo de tísico le quitó la blusa y chupeteó sus hermosos pechos, esos que habían —hasta tan solo unos segundos— pertenecido a mis dulces quimeras. Las lágrimas humedecieron mi rostro instantáneamente y fui corriendo con una honda pena en el alma hacia donde estaban los demás. El pedestal que había construido para la mejor bailarina de marinera se quebraba en mil pedazos a medida que me alejaba de la espesura del bosque.

Nunca más volví a recibir clases de marinera, solo bailé por compromiso en algunas fiestas familiares. Pepe regresó a su ciudad natal y el resto del grupo empezó a recibir clases de festejo en el Instituto Nacional de Cultura. Regalé los pañuelos y el sombrero que me habían sido de doble utilidad. La marinera dejó de ser parte integral de mi vida, olvidé las tetitas de Sandra que ya no me pertenecían, me las habían arrebatado con un cariz imprevisto y cruel. El bailarín que una vez anidó en mí, murió ferozmente destetado.


sábado, 23 de mayo de 2009

doremifasolaSILBANDO

Cuando se inicia el periplo por la vida, la elección en el vestir, lecturas, juguetes y comidas es responsabilidad de quienes nos trajeron al mundo, asimismo la decisión en el tipo del instrumento musical a tocar, el deporte o películas que se debe practicar o ver.

Estoy seguro que a mi viejo le hubiera encantado que yo jugara al fulbito para llegar a ser una legendaria estrella del mítico Centenario, o tal vez una figura en cualquier equipo de baloncesto de nuestra ciudad. Años más tarde, conseguí practicar de manera apasionante el fulbito de mesa, el “full vaso” y el “huásquetbol”, destacando como un ejemplar jugador en cada una de estas disciplinas... ancestral herencia.

Cuando mis padres se resignaron a que su hijo fuera un chambón (una absoluta nulidad para el deporte), intentaron incentivar en mí el arte. Por persistencia de mi madre, adquirieron un hermoso piano vertical color caoba de unos amigos hacendados, a quienes la Reforma Agraria había dejado prácticamente en la ruina.

En la época de mis abuelos, las damas de abolengo debían permanecer en su hogar cosiendo, rezando el rosario, aprendiendo a elaborar deliciosos postres ayacuchanos como el maqtacha, pasñacha, llipta, y comidas típicas como el puka picante, teqte de chuño, sopa de mondongo, qapchi o cultivando diversas cualidades artísticas. Las manos y dedos de mi abuela dominaban las artes plásticas con magia y disciplina, tanto así que era capaz de fabricar muñecos, jirafas, elefantes, perritos con la masa del tradicional pan chapla. Ella tejía y pintaba cuadros de variados motivos y estilos, y tocaba el piano refinadamente. En las reuniones deleitaba a los comensales con piezas clásicas de Chopin, Mozart, Chaikovski, o con la música regional de los Hermanos García Zárate.

A mi madre se le encendió el foquito e insinuó insistentemente a mi padre de que yo podía ser el heredero de las dactilares artes de mi abuela materna, y que con la docilidad de mis dedos me convertiría en un gran pianista de talla internacional (aunque por entonces era de baja estatura) ya que mis manos no estaban hechas para el trabajo brusco, eran y siguen siendo muy femeninas. No transcurrió ni una semana y el piano fue instalado en casa como un miembro más de la familia. Inmediatamente buscaron a una profesora que me enseñara a tocar el nuevo instrumento. La elegida fue sor Gloria, instructora de música del Colegio María Auxiliadora, una monja entrada en años, algo desdentada y diminuta como un ratón.

Todos los días la esperaba aseado, engominado y con las uñas limaditas para recibir mis clases. Antes de que ella llegara hacía ejercicios con las manos, me sacaba unos cuantos conejos para romper la rigidez de mis dedos. La música iba a ser una de mis pasiones, sería un pianista a carta cabal; mas el camino hacia mi aprendizaje iba a encontrar un terrible escollo que nunca lograría superar: las clases aromáticas de la maestra, su estilo tan particular de golpearme directamente en las fosas nasales con su aliento de estiércol y su jadeo intermitente que zarandeaba mi respiración, fueron los responsables de darle un vuelco a mi decisión vocacional. Nunca más tocaría el piano, lo juré por Dios y todos los santos.

Su hálito provenía de algún rincón turbulento del averno, y no había modo de apartarlo de mi lado, pues cada vez que me daba las benditas lecciones balsámicas de música, se aferraba a mí como una garrapata inmunda. La hora y media de clase era una tortura china cual si recorriera el infierno de la mano de un íncubo deforme. A mi corta edad tenía el espíritu tan angelical, como el de Domingo Savio, que las llamas candentes y su olor, no figuraban en mis planes de querubín.

No logré culminar con buen pie las enseñanzas musicales, pese a que mis padres tenían sembradas en mí sus esperanzas, y cuando abandoné las partituras de modo concluyente desgarré la tierna ilusión que nacía en ellos. Pero el tiempo hábilmente me abrazó a las garras del arte, y de ellas me aferré. Aún ahora cuando contemplo el piano en la entrada de mi casa, me parece sentir las pérfidas ráfagas del aliento viscoso de la hedionda sor Gloria, como si una estela mística me persiguiera a través de los plañideros años, y me torturara con su silbido repetitivo: Do, re, mi, fa, sol, la, sí...

La halitosis de sor Gloria me aniquiló definitivamente como músico, pero me creó como poeta, y los versos que ahora escribo vienen saturados de ese enérgico olor a azufre que alguna vez me concedió a raudales la auxiliadora monja.

“Las monjas sonríen por las gracias de Dios”.


sábado, 16 de mayo de 2009

papá, quiero ser PAPA

La Primera Comunión es todo un acontecimiento en el mundo católico —como la pérdida de la virginidad de una doncella para los conservadores—, están presentes la blancura, símbolo de la pureza; la solemnidad del acto; la confesión previa y los nervios a flor de piel del incauto párvulo que espera recibir en su ser el codiciado cuerpo de Cristo. No es algo pasajero, es una rúbrica eterna, la presencia de un ente dentro de otro a través de la hostia sagrada. En tal sentido, el acto sexual queda relegado a un segundo plano, pues la fusión de los cuerpos jamás puede ser permanente.
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No tuve padrinos, solo me acompañó mi madre; iba vestido con el uniforme del colegio —de color rata por dictamen del cojo Velasco— portando en las manos un misal con su rosario. Los amaestrados borreguitos desfilamos en fila india para ser poseídos por el Hijo del Hombre. Yo imaginaba que sentir la hostia en mis labios sería como si un ángel me poseyera, se metiese en mi cuerpo para fortalecerlo, y engrandecer mi espíritu como un apu bondadoso que otorga alimento a su hijo predilecto. Un áurea imaginaria se posó en mi cabeza, me sentí un ser elegido por Dios. Me habían quebrado la boca y el alma.
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Después de la ceremonia, los desflorados comulgantes, en ayunas, muertos de hambre, fuimos convidados a una escueta taza de chocolate con unos panecillos en los salones del Colegio San Juan Bosco de Ayacucho. El ritual llegaba a su fin. En un santiamén mi conciencia se iluminó y el pecado fue apartado de mi corazón; la santidad comenzaba a seducirme por cada torrente de mi piel, me llamaba insistentemente para acudir contrito hacia ella, y era tanta su fuerza psíquica que se hacía inevitable poder rechazarla.
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Cada atardecer, asistía presuroso a oír el culto al Señor y a la Virgen María en diferentes templos: desde Santo Domingo hasta Santa Teresa, siendo mi preferida la misa ofrecida por el padre Moriones en la iglesia de San Agustín; insistía o suplicaba a mis amigos del jirón Garcilaso de la Vega para ir juntos a escuchar la palabra de Dios, el único que atracaba era Walter Villaverde, y, aunque no compartía plenamente conmigo la misma devoción, me brindaba su apoyo tragándose la liturgia entera que a mí particularmente apasionaba.
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Pasaron algunos meses y seguí obsesionado en mi mística expurgación. Comulgaba en las tardes y ante el menor indicio de flaqueza espiritual por un ensañamiento con alguno de mis hermanos o la desobediencia a mis padres, corría con dolientes lágrimas a confesar mis culpas al sacerdote de oficio.
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Cierto día en el confesionario, un cura me hizo la siguiente pregunta: "¿Cuántas veces al día juegas con tu cuerpo, hijo mío?". Me quedé impávido, no supe qué responder; me asusté, y corrí hacia una escultura sagrada de la Virgen María para arrodillarme ante ella y pedirle perdón por mis pecados ignorados.
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El siguiente paso fue hacerme monaguillo, primero como aprendiz, luego escudero y finalmente acólito caballero. Me ponía el traje de misa —un roquete de lienzo blanco, con mangas anchas, sobre una sotana roja— para asistir al sacerdote en los requerimientos que exhortara. Iba escalando lentamente en mi camino a la perfección. Echaba vino y agua al cáliz del padre Echea o Moriones, les acompañaba a dar la hostia a los feligreses, tocaba la campanilla y perfumaba el ambiente con el incensario ante la mirada orgullosa de mis padres y familiares. En todo momento la expresión de mi rostro era candil y radiante como la representación del Espíritu Santo.
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Con el correr de las misas mi decisión se hacía cada vez más sólida: ingresaría a una congregación, glorificaría mi alma y mi cuerpo a Dios Todopoderoso siendo mi meta llegar al Vaticano para convertirme en el primer Papa peruano. Sueño que se repetía como una anunciación milagrosa; pero, ocurrió lo inevitable...
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Al cumplirse exactamente nueve meses de mi Primera Comunión, los amigos del barrio fuimos de paseo campestre a Muyurina. Nos divertimos como cuyecitos en guarida nueva; ellos jugaban fulbito mientras me entretenía persiguiendo sapitos o reflexionando sobre mi futura vida clerical. Uno de buen tamaño se escapó de mis manos dando tumbos, lo seguí por entre la maleza que me llevó al borde del río. En mi búsqueda fui a dar con el delicado cuerpo de una cholita que se quitaba lentamente sus ropas a las orillas del riachuelo. Según mis cálculos tendría quince años; cuando se entrelazaron nuestros ojos, su mirada se tornó pícara y traviesa. Ella me observó con lascivia e instó a mimar sus pequeños senos y mamar sus pezones negros. Como arrebatado por el demonio lo hice sin culpa. Mi cuerpo se convulsionó girando en el universo, la aureola divina que llevaba en la cabeza se esfumó al instante y sentí caer en tierra. Fue como si mil relámpagos me electrizaran la piel desnudando mi espíritu. Atontado y tembloroso la vi internarse en las malezas despidiéndome con una guiñada coqueta. Al cabo de unos minutos regresé con mis amigos. Ya no era el mismo, había cambiado por completo. Mis sueños por llegar a la Santa Sede para ser el primer Papa sudamericano se disiparon de por vida, y unas imaginarias avecillas se llevaron el indemne hábito que esa misma tarde, sin haberlo usado siquiera, colgué para siempre.

sábado, 9 de mayo de 2009

desde el VIENTRE de mi madre


Después de tres años de seducción y conquista y casi cinco de noviazgo, mis padres se casaron un 18 de junio de 1966 en la iglesia de San Agustín de Ayacucho. Fue una hermosa y solemne boda que contó con la presencia de ambas familias, extensas por naturaleza y dispersas en diferentes ciudades del Perú, la de mi padre ocho hermanos y la de mi madre diez, sin contar los que fallecieron a los pocos años de nacidos ni las innumerables pérdidas de las abuelas.
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Mis viejos se desesperaron por encargar rápidamente el advenimiento de su heredero, no sé si traído por una cigüeña parisina, un cóndor de Apacheta o un kilinchu de Watatas, mas no fue hasta después de dos años que mi madre se embarazó colmando de alegría a la familia y dando tranquilidad a mi ansioso padre al que ya los amigos fastidiaban con la típica sentencia: “Eres un yaku leche”.
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El embarazo fue llevado con normalidad, y comenzaron a seleccionar nombres para el que iba a nacer. Mi madre, fiel católica, conservadora, respetuosa de la cristiandad y ferviente seguidora de los dictámenes de la Santa Madre Iglesia, propuso que cuando naciera el bebé si fuera varón llevara José como primer nombre, emulando al padre de Jesús, y si era mujer, María, igual que la madre del Mesías. Mi padre se encargaría de poner el segundo nombre en ambos casos.
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Al cumplirse los nueve meses de gestación se presentaron problemas para el parto, el cual se retardó un tiempo considerable y cuando el bebé nació un 30 de marzo de 1968 apenas pronunció un leve grito lastimero, lo llamaron José Enrique, el segundo nombre fue el mismo que el de su abuelo paterno. El bebé por el retraso tragó grandes cantidades de meconio que irremediablemente terminaron por arrebatarlo de los brazos de mi madre a los dos días de nacido.
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Mis padres acabaron destrozados, cuentan los que lo vieron, que mi viejo se aferró con todas sus fuerzas al pequeño ataúd del bebé para impedir que lo enterraran, bañado en lágrimas y con un torniquete en el estómago no le quedó más que ceder a lo inevitable.Tuvieron que esperar otros dos años para que mi madre volviera a concebir, pues al perder abundante sangre quedó anémica, su ginecólogo René Cervantes le prohibió embarazarse por lo menos durante un año, periodo en el cual debería usar cualquier método anticonceptivo. Ella, una abnegada creyente fue donde su confesor a exponerle el caso, para su indignación el cura no le quiso dar la absolución si seguía cuidándose, eso había que dejarlo en manos de Dios.
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Cuando mi madre se embarazó ya su organismo estaba en plenas condiciones, supongo que el día de mi concepción mis viejos tuvieron una encerrona como mandan las leyes del hedonismo más radical, de esas que se recuerdan toda la vida, para procrear al que a la postre sería su hijo primogénito. Una enfermera de las que la atendió en el primer alumbramiento, le aconsejó que para evitar los síntomas y malestares propios del embarazo debería ingerir una botella de cerveza en el almuerzo. Desde entonces, mis progenitores bebían todos los días el contenido de un frasco, aunque mi viejo era el que tomaba más, la dosis que le tocaba a mi madre era suficiente. Yo que ya estaba en plena formación me emocionaba cada vez que sentía el líquido vital ingresando en la garganta de mamá, mi cuerpo se empapaba de cerveza y daba saltos de emoción. Cada día al notar que ya la hora del almuerzo se acercaba me ponía inquieto, daba piruetas y volantines hasta que me tranquilizaba cuando la espuma y las burbujas ingresaban para calmar mi sed.

Así transcurrieron los nueve meses de borrachera, yo había cogido cuerpo, pesaba mis buenos kilos y ya estaba listito para venir al mundo. Al nacer me pusieron el mismo primer nombre elegido para el varón, es decir José, seguido de Wilfredo, como se llama mi padre. Nací un dos de abril de 1970, el mismo día en el que dos años atrás enterraban a mi hermano José Enrique.

Cuando me tuvieron en brazos, se les pasó por la cabeza casi automáticamente que su finado hijo había retornado a la vida, pues yo era idéntico a él, una copia exacta, salvo mi quijada que no era tan dibujada como la de mi hermano. Por lo demás era como si el tiempo se hubiera estancado y el dolor de haberlo perdido se transformó ahora en regocijo. Me puse nervioso y lo primero que hice fue pegarme al pecho de mi madre para succionarlo a fin de beber y beber la cervecita anhelada, esa que durante el tiempo de permanencia en el vientre de mamá me había alimentado y saciado la sed con su fragancia espumosa, su fuerza y vigor, y ese lúpulo consistente, pero el sabor no era el mismo, tuve que conformarme y colmar la ansiedad con esa blanca lechecita agria que le salía del pezón.
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Al menor estornudo me llevaban al médico, el doctor Sadot Torres, quien tras reiteradas llamadas telefónicas en la madrugada, les dijo que yo era un niño sano, lo que me sucedía era normal, y que por favor ya no lo perturben más. Santo remedio.
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Pasaron los primeros meses entre caricias y desvelos hasta que ya crecidito, medio en broma y medio en serio, empecé a beber cerveza en el chupón del biberón, para luego soplarme las sobras de las copas en las fiestas familiares, simple cuestión de supervivencia.
Aún ahora, en mis sueños, aparece el embrión Willy, ebrio y enrollado en su cordón umbilical, me mira fijamente a los ojos, hace un guiño cómplice y alza la mano como si sostuviera un vaso de cerveza diciéndome: “Salud, huevón”.
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