sábado, 16 de mayo de 2009

papá, quiero ser PAPA

La Primera Comunión es todo un acontecimiento en el mundo católico —como la pérdida de la virginidad de una doncella para los conservadores—, están presentes la blancura, símbolo de la pureza; la solemnidad del acto; la confesión previa y los nervios a flor de piel del incauto párvulo que espera recibir en su ser el codiciado cuerpo de Cristo. No es algo pasajero, es una rúbrica eterna, la presencia de un ente dentro de otro a través de la hostia sagrada. En tal sentido, el acto sexual queda relegado a un segundo plano, pues la fusión de los cuerpos jamás puede ser permanente.
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No tuve padrinos, solo me acompañó mi madre; iba vestido con el uniforme del colegio —de color rata por dictamen del cojo Velasco— portando en las manos un misal con su rosario. Los amaestrados borreguitos desfilamos en fila india para ser poseídos por el Hijo del Hombre. Yo imaginaba que sentir la hostia en mis labios sería como si un ángel me poseyera, se metiese en mi cuerpo para fortalecerlo, y engrandecer mi espíritu como un apu bondadoso que otorga alimento a su hijo predilecto. Un áurea imaginaria se posó en mi cabeza, me sentí un ser elegido por Dios. Me habían quebrado la boca y el alma.
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Después de la ceremonia, los desflorados comulgantes, en ayunas, muertos de hambre, fuimos convidados a una escueta taza de chocolate con unos panecillos en los salones del Colegio San Juan Bosco de Ayacucho. El ritual llegaba a su fin. En un santiamén mi conciencia se iluminó y el pecado fue apartado de mi corazón; la santidad comenzaba a seducirme por cada torrente de mi piel, me llamaba insistentemente para acudir contrito hacia ella, y era tanta su fuerza psíquica que se hacía inevitable poder rechazarla.
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Cada atardecer, asistía presuroso a oír el culto al Señor y a la Virgen María en diferentes templos: desde Santo Domingo hasta Santa Teresa, siendo mi preferida la misa ofrecida por el padre Moriones en la iglesia de San Agustín; insistía o suplicaba a mis amigos del jirón Garcilaso de la Vega para ir juntos a escuchar la palabra de Dios, el único que atracaba era Walter Villaverde, y, aunque no compartía plenamente conmigo la misma devoción, me brindaba su apoyo tragándose la liturgia entera que a mí particularmente apasionaba.
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Pasaron algunos meses y seguí obsesionado en mi mística expurgación. Comulgaba en las tardes y ante el menor indicio de flaqueza espiritual por un ensañamiento con alguno de mis hermanos o la desobediencia a mis padres, corría con dolientes lágrimas a confesar mis culpas al sacerdote de oficio.
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Cierto día en el confesionario, un cura me hizo la siguiente pregunta: "¿Cuántas veces al día juegas con tu cuerpo, hijo mío?". Me quedé impávido, no supe qué responder; me asusté, y corrí hacia una escultura sagrada de la Virgen María para arrodillarme ante ella y pedirle perdón por mis pecados ignorados.
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El siguiente paso fue hacerme monaguillo, primero como aprendiz, luego escudero y finalmente acólito caballero. Me ponía el traje de misa —un roquete de lienzo blanco, con mangas anchas, sobre una sotana roja— para asistir al sacerdote en los requerimientos que exhortara. Iba escalando lentamente en mi camino a la perfección. Echaba vino y agua al cáliz del padre Echea o Moriones, les acompañaba a dar la hostia a los feligreses, tocaba la campanilla y perfumaba el ambiente con el incensario ante la mirada orgullosa de mis padres y familiares. En todo momento la expresión de mi rostro era candil y radiante como la representación del Espíritu Santo.
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Con el correr de las misas mi decisión se hacía cada vez más sólida: ingresaría a una congregación, glorificaría mi alma y mi cuerpo a Dios Todopoderoso siendo mi meta llegar al Vaticano para convertirme en el primer Papa peruano. Sueño que se repetía como una anunciación milagrosa; pero, ocurrió lo inevitable...
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Al cumplirse exactamente nueve meses de mi Primera Comunión, los amigos del barrio fuimos de paseo campestre a Muyurina. Nos divertimos como cuyecitos en guarida nueva; ellos jugaban fulbito mientras me entretenía persiguiendo sapitos o reflexionando sobre mi futura vida clerical. Uno de buen tamaño se escapó de mis manos dando tumbos, lo seguí por entre la maleza que me llevó al borde del río. En mi búsqueda fui a dar con el delicado cuerpo de una cholita que se quitaba lentamente sus ropas a las orillas del riachuelo. Según mis cálculos tendría quince años; cuando se entrelazaron nuestros ojos, su mirada se tornó pícara y traviesa. Ella me observó con lascivia e instó a mimar sus pequeños senos y mamar sus pezones negros. Como arrebatado por el demonio lo hice sin culpa. Mi cuerpo se convulsionó girando en el universo, la aureola divina que llevaba en la cabeza se esfumó al instante y sentí caer en tierra. Fue como si mil relámpagos me electrizaran la piel desnudando mi espíritu. Atontado y tembloroso la vi internarse en las malezas despidiéndome con una guiñada coqueta. Al cabo de unos minutos regresé con mis amigos. Ya no era el mismo, había cambiado por completo. Mis sueños por llegar a la Santa Sede para ser el primer Papa sudamericano se disiparon de por vida, y unas imaginarias avecillas se llevaron el indemne hábito que esa misma tarde, sin haberlo usado siquiera, colgué para siempre.

4 comentarios:

  1. Mi querido salvado por las protuberancias mamarias de una fémina, bienvenido al "Club de caza sapitos", a ver si vamos al Rímac de puros sapos y tomamos fotos desde abajo del puente a esos regalos lechozos que a tantos perdieron del camino hacia la Iglesia.
    Saludos,
    con la misma intensidad del golpe de las treinta monedas.

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  2. ¿Por qué siempre de niños deseamos ponernos la sotana de los curas y de mayores renegamos de ello? Yo también quise ser sacerdote.

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  3. Mi querido Willy; el paso del tiempo insta a darle una inspiracion a los primeros frutos de nuestras vidas y por ende terminamos siendo lo k somos.
    Tus historias no solo son audaces sino tambien muy interesantes y escritas con esa picardia propia de el Willy que recuerdo y que de pronto vuelve compartiendo sus recuerdos con el resto de nosotros feligreses...

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  4. La palabra que me impacta es "uniforme de colegio de color rata" época del cojo Velasco, ¿será que varios de nuestra generación se mimetizaron para emular al roedor como filosofia de vida? Sería el único aporte pero negativo de la revolución peruana a la educación.

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