El elenco de danzas estuvo integrado por diez parejas. En el salón de baile, Pepe se vestía con el traje típico del varón, blanco con listones rojos y un sombrero que le cubría la cabeza, para enseñarnos a mover las manos y los pies. Cuando instruía a las mujeres, cogía unas faldas, y, bien delineado y maquillado bailaba moviendo las caderas como la mujer más presumida de Huamanga. Nos divertíamos muchísimo con el salero del profesor de cuerpo esmirriado, coqueteo incansable y espíritu contagioso.
sábado, 30 de mayo de 2009
el BAILARÍN de marinera
El elenco de danzas estuvo integrado por diez parejas. En el salón de baile, Pepe se vestía con el traje típico del varón, blanco con listones rojos y un sombrero que le cubría la cabeza, para enseñarnos a mover las manos y los pies. Cuando instruía a las mujeres, cogía unas faldas, y, bien delineado y maquillado bailaba moviendo las caderas como la mujer más presumida de Huamanga. Nos divertíamos muchísimo con el salero del profesor de cuerpo esmirriado, coqueteo incansable y espíritu contagioso.
sábado, 23 de mayo de 2009
doremifasolaSILBANDO
Estoy seguro que a mi viejo le hubiera encantado que yo jugara al fulbito para llegar a ser una legendaria estrella del mítico Centenario, o tal vez una figura en cualquier equipo de baloncesto de nuestra ciudad. Años más tarde, conseguí practicar de manera apasionante el fulbito de mesa, el “full vaso” y el “huásquetbol”, destacando como un ejemplar jugador en cada una de estas disciplinas... ancestral herencia.
Cuando mis padres se resignaron a que su hijo fuera un chambón (una absoluta nulidad para el deporte), intentaron incentivar en mí el arte. Por persistencia de mi madre, adquirieron un hermoso piano vertical color caoba de unos amigos hacendados, a quienes la Reforma Agraria había dejado prácticamente en la ruina.
En la época de mis abuelos, las damas de abolengo debían permanecer en su hogar cosiendo, rezando el rosario, aprendiendo a elaborar deliciosos postres ayacuchanos como el maqtacha, pasñacha, llipta, y comidas típicas como el puka picante, teqte de chuño, sopa de mondongo, qapchi o cultivando diversas cualidades artísticas. Las manos y dedos de mi abuela dominaban las artes plásticas con magia y disciplina, tanto así que era capaz de fabricar muñecos, jirafas, elefantes, perritos con la masa del tradicional pan chapla. Ella tejía y pintaba cuadros de variados motivos y estilos, y tocaba el piano refinadamente. En las reuniones deleitaba a los comensales con piezas clásicas de Chopin, Mozart, Chaikovski, o con la música regional de los Hermanos García Zárate.
A mi madre se le encendió el foquito e insinuó insistentemente a mi padre de que yo podía ser el heredero de las dactilares artes de mi abuela materna, y que con la docilidad de mis dedos me convertiría en un gran pianista de talla internacional (aunque por entonces era de baja estatura) ya que mis manos no estaban hechas para el trabajo brusco, eran y siguen siendo muy femeninas. No transcurrió ni una semana y el piano fue instalado en casa como un miembro más de la familia. Inmediatamente buscaron a una profesora que me enseñara a tocar el nuevo instrumento. La elegida fue sor Gloria, instructora de música del Colegio María Auxiliadora, una monja entrada en años, algo desdentada y diminuta como un ratón.
Todos los días la esperaba aseado, engominado y con las uñas limaditas para recibir mis clases. Antes de que ella llegara hacía ejercicios con las manos, me sacaba unos cuantos conejos para romper la rigidez de mis dedos. La música iba a ser una de mis pasiones, sería un pianista a carta cabal; mas el camino hacia mi aprendizaje iba a encontrar un terrible escollo que nunca lograría superar: las clases aromáticas de la maestra, su estilo tan particular de golpearme directamente en las fosas nasales con su aliento de estiércol y su jadeo intermitente que zarandeaba mi respiración, fueron los responsables de darle un vuelco a mi decisión vocacional. Nunca más tocaría el piano, lo juré por Dios y todos los santos.
No logré culminar con buen pie las enseñanzas musicales, pese a que mis padres tenían sembradas en mí sus esperanzas, y cuando abandoné las partituras de modo concluyente desgarré la tierna ilusión que nacía en ellos. Pero el tiempo hábilmente me abrazó a las garras del arte, y de ellas me aferré. Aún ahora cuando contemplo el piano en la entrada de mi casa, me parece sentir las pérfidas ráfagas del aliento viscoso de la hedionda sor Gloria, como si una estela mística me persiguiera a través de los plañideros años, y me torturara con su silbido repetitivo: Do, re, mi, fa, sol, la, sí...
La halitosis de sor Gloria me aniquiló definitivamente como músico, pero me creó como poeta, y los versos que ahora escribo vienen saturados de ese enérgico olor a azufre que alguna vez me concedió a raudales la auxiliadora monja.
“Las monjas sonríen por las gracias de Dios”.
sábado, 16 de mayo de 2009
papá, quiero ser PAPA
No tuve padrinos, solo me acompañó mi madre; iba vestido con el uniforme del colegio —de color rata por dictamen del cojo Velasco— portando en las manos un misal con su rosario. Los amaestrados borreguitos desfilamos en fila india para ser poseídos por el Hijo del Hombre. Yo imaginaba que sentir la hostia en mis labios sería como si un ángel me poseyera, se metiese en mi cuerpo para fortalecerlo, y engrandecer mi espíritu como un apu bondadoso que otorga alimento a su hijo predilecto. Un áurea imaginaria se posó en mi cabeza, me sentí un ser elegido por Dios. Me habían quebrado la boca y el alma.
Después de la ceremonia, los desflorados comulgantes, en ayunas, muertos de hambre, fuimos convidados a una escueta taza de chocolate con unos panecillos en los salones del Colegio San Juan Bosco de Ayacucho. El ritual llegaba a su fin. En un santiamén mi conciencia se iluminó y el pecado fue apartado de mi corazón; la santidad comenzaba a seducirme por cada torrente de mi piel, me llamaba insistentemente para acudir contrito hacia ella, y era tanta su fuerza psíquica que se hacía inevitable poder rechazarla.
Pasaron algunos meses y seguí obsesionado en mi mística expurgación. Comulgaba en las tardes y ante el menor indicio de flaqueza espiritual por un ensañamiento con alguno de mis hermanos o la desobediencia a mis padres, corría con dolientes lágrimas a confesar mis culpas al sacerdote de oficio.
Cierto día en el confesionario, un cura me hizo la siguiente pregunta: "¿Cuántas veces al día juegas con tu cuerpo, hijo mío?". Me quedé impávido, no supe qué responder; me asusté, y corrí hacia una escultura sagrada de la Virgen María para arrodillarme ante ella y pedirle perdón por mis pecados ignorados.
El siguiente paso fue hacerme monaguillo, primero como aprendiz, luego escudero y finalmente acólito caballero. Me ponía el traje de misa —un roquete de lienzo blanco, con mangas anchas, sobre una sotana roja— para asistir al sacerdote en los requerimientos que exhortara. Iba escalando lentamente en mi camino a la perfección. Echaba vino y agua al cáliz del padre Echea o Moriones, les acompañaba a dar la hostia a los feligreses, tocaba la campanilla y perfumaba el ambiente con el incensario ante la mirada orgullosa de mis padres y familiares. En todo momento la expresión de mi rostro era candil y radiante como la representación del Espíritu Santo.
Con el correr de las misas mi decisión se hacía cada vez más sólida: ingresaría a una congregación, glorificaría mi alma y mi cuerpo a Dios Todopoderoso siendo mi meta llegar al Vaticano para convertirme en el primer Papa peruano. Sueño que se repetía como una anunciación milagrosa; pero, ocurrió lo inevitable...
Al cumplirse exactamente nueve meses de mi Primera Comunión, los amigos del barrio fuimos de paseo campestre a Muyurina. Nos divertimos como cuyecitos en guarida nueva; ellos jugaban fulbito mientras me entretenía persiguiendo sapitos o reflexionando sobre mi futura vida clerical. Uno de buen tamaño se escapó de mis manos dando tumbos, lo seguí por entre la maleza que me llevó al borde del río. En mi búsqueda fui a dar con el delicado cuerpo de una cholita que se quitaba lentamente sus ropas a las orillas del riachuelo. Según mis cálculos tendría quince años; cuando se entrelazaron nuestros ojos, su mirada se tornó pícara y traviesa. Ella me observó con lascivia e instó a mimar sus pequeños senos y mamar sus pezones negros. Como arrebatado por el demonio lo hice sin culpa. Mi cuerpo se convulsionó girando en el universo, la aureola divina que llevaba en la cabeza se esfumó al instante y sentí caer en tierra. Fue como si mil relámpagos me electrizaran la piel desnudando mi espíritu. Atontado y tembloroso la vi internarse en las malezas despidiéndome con una guiñada coqueta. Al cabo de unos minutos regresé con mis amigos. Ya no era el mismo, había cambiado por completo. Mis sueños por llegar a la Santa Sede para ser el primer Papa sudamericano se disiparon de por vida, y unas imaginarias avecillas se llevaron el indemne hábito que esa misma tarde, sin haberlo usado siquiera, colgué para siempre.
sábado, 9 de mayo de 2009
desde el VIENTRE de mi madre
Después de tres años de seducción y conquista y casi cinco de noviazgo, mis padres se casaron un 18 de junio de 1966 en la iglesia de San Agustín de Ayacucho. Fue una hermosa y solemne boda que contó con la presencia de ambas familias, extensas por naturaleza y dispersas en diferentes ciudades del Perú, la de mi padre ocho hermanos y la de mi madre diez, sin contar los que fallecieron a los pocos años de nacidos ni las innumerables pérdidas de las abuelas.
Mis viejos se desesperaron por encargar rápidamente el advenimiento de su heredero, no sé si traído por una cigüeña parisina, un cóndor de Apacheta o un kilinchu de Watatas, mas no fue hasta después de dos años que mi madre se embarazó colmando de alegría a la familia y dando tranquilidad a mi ansioso padre al que ya los amigos fastidiaban con la típica sentencia: “Eres un yaku leche”.
El embarazo fue llevado con normalidad, y comenzaron a seleccionar nombres para el que iba a nacer. Mi madre, fiel católica, conservadora, respetuosa de la cristiandad y ferviente seguidora de los dictámenes de la Santa Madre Iglesia, propuso que cuando naciera el bebé si fuera varón llevara José como primer nombre, emulando al padre de Jesús, y si era mujer, María, igual que la madre del Mesías. Mi padre se encargaría de poner el segundo nombre en ambos casos.
Al cumplirse los nueve meses de gestación se presentaron problemas para el parto, el cual se retardó un tiempo considerable y cuando el bebé nació un 30 de marzo de 1968 apenas pronunció un leve grito lastimero, lo llamaron José Enrique, el segundo nombre fue el mismo que el de su abuelo paterno. El bebé por el retraso tragó grandes cantidades de meconio que irremediablemente terminaron por arrebatarlo de los brazos de mi madre a los dos días de nacido.
Mis padres acabaron destrozados, cuentan los que lo vieron, que mi viejo se aferró con todas sus fuerzas al pequeño ataúd del bebé para impedir que lo enterraran, bañado en lágrimas y con un torniquete en el estómago no le quedó más que ceder a lo inevitable.Tuvieron que esperar otros dos años para que mi madre volviera a concebir, pues al perder abundante sangre quedó anémica, su ginecólogo René Cervantes le prohibió embarazarse por lo menos durante un año, periodo en el cual debería usar cualquier método anticonceptivo. Ella, una abnegada creyente fue donde su confesor a exponerle el caso, para su indignación el cura no le quiso dar la absolución si seguía cuidándose, eso había que dejarlo en manos de Dios.
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Cuando mi madre se embarazó ya su organismo estaba en plenas condiciones, supongo que el día de mi concepción mis viejos tuvieron una encerrona como mandan las leyes del hedonismo más radical, de esas que se recuerdan toda la vida, para procrear al que a la postre sería su hijo primogénito. Una enfermera de las que la atendió en el primer alumbramiento, le aconsejó que para evitar los síntomas y malestares propios del embarazo debería ingerir una botella de cerveza en el almuerzo. Desde entonces, mis progenitores bebían todos los días el contenido de un frasco, aunque mi viejo era el que tomaba más, la dosis que le tocaba a mi madre era suficiente. Yo que ya estaba en plena formación me emocionaba cada vez que sentía el líquido vital ingresando en la garganta de mamá, mi cuerpo se empapaba de cerveza y daba saltos de emoción. Cada día al notar que ya la hora del almuerzo se acercaba me ponía inquieto, daba piruetas y volantines hasta que me tranquilizaba cuando la espuma y las burbujas ingresaban para calmar mi sed.
Así transcurrieron los nueve meses de borrachera, yo había cogido cuerpo, pesaba mis buenos kilos y ya estaba listito para venir al mundo. Al nacer me pusieron el mismo primer nombre elegido para el varón, es decir José, seguido de Wilfredo, como se llama mi padre. Nací un dos de abril de 1970, el mismo día en el que dos años atrás enterraban a mi hermano José Enrique.
Al menor estornudo me llevaban al médico, el doctor Sadot Torres, quien tras reiteradas llamadas telefónicas en la madrugada, les dijo que yo era un niño sano, lo que me sucedía era normal, y que por favor ya no lo perturben más. Santo remedio.
Pasaron los primeros meses entre caricias y desvelos hasta que ya crecidito, medio en broma y medio en serio, empecé a beber cerveza en el chupón del biberón, para luego soplarme las sobras de las copas en las fiestas familiares, simple cuestión de supervivencia.
Aún ahora, en mis sueños, aparece el embrión Willy, ebrio y enrollado en su cordón umbilical, me mira fijamente a los ojos, hace un guiño cómplice y alza la mano como si sostuviera un vaso de cerveza diciéndome: “Salud, huevón”.