sábado, 23 de mayo de 2009

doremifasolaSILBANDO

Cuando se inicia el periplo por la vida, la elección en el vestir, lecturas, juguetes y comidas es responsabilidad de quienes nos trajeron al mundo, asimismo la decisión en el tipo del instrumento musical a tocar, el deporte o películas que se debe practicar o ver.

Estoy seguro que a mi viejo le hubiera encantado que yo jugara al fulbito para llegar a ser una legendaria estrella del mítico Centenario, o tal vez una figura en cualquier equipo de baloncesto de nuestra ciudad. Años más tarde, conseguí practicar de manera apasionante el fulbito de mesa, el “full vaso” y el “huásquetbol”, destacando como un ejemplar jugador en cada una de estas disciplinas... ancestral herencia.

Cuando mis padres se resignaron a que su hijo fuera un chambón (una absoluta nulidad para el deporte), intentaron incentivar en mí el arte. Por persistencia de mi madre, adquirieron un hermoso piano vertical color caoba de unos amigos hacendados, a quienes la Reforma Agraria había dejado prácticamente en la ruina.

En la época de mis abuelos, las damas de abolengo debían permanecer en su hogar cosiendo, rezando el rosario, aprendiendo a elaborar deliciosos postres ayacuchanos como el maqtacha, pasñacha, llipta, y comidas típicas como el puka picante, teqte de chuño, sopa de mondongo, qapchi o cultivando diversas cualidades artísticas. Las manos y dedos de mi abuela dominaban las artes plásticas con magia y disciplina, tanto así que era capaz de fabricar muñecos, jirafas, elefantes, perritos con la masa del tradicional pan chapla. Ella tejía y pintaba cuadros de variados motivos y estilos, y tocaba el piano refinadamente. En las reuniones deleitaba a los comensales con piezas clásicas de Chopin, Mozart, Chaikovski, o con la música regional de los Hermanos García Zárate.

A mi madre se le encendió el foquito e insinuó insistentemente a mi padre de que yo podía ser el heredero de las dactilares artes de mi abuela materna, y que con la docilidad de mis dedos me convertiría en un gran pianista de talla internacional (aunque por entonces era de baja estatura) ya que mis manos no estaban hechas para el trabajo brusco, eran y siguen siendo muy femeninas. No transcurrió ni una semana y el piano fue instalado en casa como un miembro más de la familia. Inmediatamente buscaron a una profesora que me enseñara a tocar el nuevo instrumento. La elegida fue sor Gloria, instructora de música del Colegio María Auxiliadora, una monja entrada en años, algo desdentada y diminuta como un ratón.

Todos los días la esperaba aseado, engominado y con las uñas limaditas para recibir mis clases. Antes de que ella llegara hacía ejercicios con las manos, me sacaba unos cuantos conejos para romper la rigidez de mis dedos. La música iba a ser una de mis pasiones, sería un pianista a carta cabal; mas el camino hacia mi aprendizaje iba a encontrar un terrible escollo que nunca lograría superar: las clases aromáticas de la maestra, su estilo tan particular de golpearme directamente en las fosas nasales con su aliento de estiércol y su jadeo intermitente que zarandeaba mi respiración, fueron los responsables de darle un vuelco a mi decisión vocacional. Nunca más tocaría el piano, lo juré por Dios y todos los santos.

Su hálito provenía de algún rincón turbulento del averno, y no había modo de apartarlo de mi lado, pues cada vez que me daba las benditas lecciones balsámicas de música, se aferraba a mí como una garrapata inmunda. La hora y media de clase era una tortura china cual si recorriera el infierno de la mano de un íncubo deforme. A mi corta edad tenía el espíritu tan angelical, como el de Domingo Savio, que las llamas candentes y su olor, no figuraban en mis planes de querubín.

No logré culminar con buen pie las enseñanzas musicales, pese a que mis padres tenían sembradas en mí sus esperanzas, y cuando abandoné las partituras de modo concluyente desgarré la tierna ilusión que nacía en ellos. Pero el tiempo hábilmente me abrazó a las garras del arte, y de ellas me aferré. Aún ahora cuando contemplo el piano en la entrada de mi casa, me parece sentir las pérfidas ráfagas del aliento viscoso de la hedionda sor Gloria, como si una estela mística me persiguiera a través de los plañideros años, y me torturara con su silbido repetitivo: Do, re, mi, fa, sol, la, sí...

La halitosis de sor Gloria me aniquiló definitivamente como músico, pero me creó como poeta, y los versos que ahora escribo vienen saturados de ese enérgico olor a azufre que alguna vez me concedió a raudales la auxiliadora monja.

“Las monjas sonríen por las gracias de Dios”.


4 comentarios:

  1. Los instrumentos musicales perfumados por las gracias de Dios, jajajaja.

    ResponderEliminar
  2. "La halitosis de sor Gloria me aniquiló definitivamente como músico, pero me creó como poeta y los versos que ahora escribo vienen saturados de ese enérgico olor a azufre que alguna vez me concedió a raudales la auxiliadora monja."
    Jajaja qué buen inicio e igual final... Albricias.
    Visite:
    http://elunicornio1.blogspot.com/
    http://cuadernodenotas1.blogspot.com/
    ESCRITOS y NOTAS de RÓGER E. ANTÓN FABIÁN

    ResponderEliminar
  3. Puta mare, qué tal monjita, qué tal turronazo, le hubieras dicho a tus viejos que te contrataran una conejita de playboy como profesora y ahora tendríamos a un Mozart huamanguino. La culpa de todo la tienen ellos.

    ResponderEliminar
  4. Puajj, ¡qué monja más asquerosa! Por eso yo toco la guitarra eléctrica y el cajón.

    ResponderEliminar