Cuando concluí la primaria, mi familia se trasladó a Lima, entre otras razones porque el terrorismo comenzaba a acariciarnos la espalda y las amenazas eran una constante en el teléfono de “Comercial Del Pozo”, tienda de electrodomésticos de mi viejo. Lima nos esperaba, mi hermano Joselo fue trasladado al Colegio Salesiano de la avenida Brasil, mi hermana Liliana al Colegio de Jesús también en la misma avenida, en cambio a mí me mandaron más lejos, al Colegio San Agustín en la avenida Javier Prado. Con el tiempo nos mudamos para San Borja, dejando al Pueblo más Libre aún sin nuestra presencia.
Yo iniciaba la secundaria, estaba recién bajadito, con mi acento serrano florido, y con la creencia de que los huamanguinos eran los más guapos e inteligentes del Perú. El tiempo se encargaría de negar esta aseveración, aunque, eso sí, los huamanguinos tienen un encanto especial, como un mágico duende que los distingue inmediatamente del resto del país.
Ese mismo año, mis viajeros padres programaron una travesía a Disneylandia, sueño de cualquier mocoso, sobre todo de Joselo que daba por culo a mis viejos insistiendo diariamente para conocer la tierra de Walt Disney. Lo haríamos aprovechando las vacaciones de Fiestas Patrias. Mi viejo, con la excusa de la chamba, nos mandó a los tres hermanos con mi madre, en un tour programado, donde también viajaban más chicos de nuestra edad con sus padres, salvo algunos que lo hacían solo bajo la custodia del guía.
Mi madre nos acicaló como si fuéramos a una fiesta, bien vestiditos, con terno completo: saco, pantalón, chaleco y corbata, más parecía que nos íbamos de chambelanes a una boda, igualmente mi hermana con su traje azul y una chompita blanca, así ingresamos a la aeronave. El resto del grupo viajó en zapatillas, chándal o vaqueros. Pero a mí no me importaba, al menos en ese momento.
El vuelo duró cinco horas que pasaron inadvertidas entre juego y broma, el peinado (raya al costado) que nos hizo mi madre se mantuvo como si estuviera engominado, así bajamos las escalinatas del avión cual quinceañera de las escaleras el día de su onomástico.
Miami nos recibió con un calor sofocante, supimos responder con buen pie, sin desfallecer y sin desatarnos la corbata, aunque sudáramos a borbotones. Al llegar al hotel ya era medianoche, cansados nos metimos en la cama a dormir, mi madre no sé si por despiste o confusión no encendió el aire acondicionado, la noche se hizo tortuosa y el sudor se impregnó en nuestras pieles. A la mañana siguiente, muy de madrugada nos metimos a la ducha recontra olorosos para limpiar la suciedad que cubría nuestros cuerpos.
El tour comenzó con un paseo por la ciudad, el clásico recorrido de toda excursión. En el bus hicimos amistad los chibolos, que con los ojos saltones disfrutábamos del circuito, yo me hice pata de un también estudiante del San Agustín, que cursaba un año superior al mío, él viajaba solo con su hermana menor, se llamaba Agustín, ¡vaya coincidencia!, y ella Milagros, ¡vaya milagro! Era una ricitos de oro, con la carita blanca, chaposa, el pelo rubio oscuro, unos dientes relucientes y unos ojos azules que te carcomían con una simple parpadeada. Al toque me templé de ella. Como ya su hermano era mi amigo, fue fácil que en el bus nos sentáramos juntos. A Agustín le gustaba cantar, yo le hacía el coro en las canciones de moda de aquella época, Milagritos nos festejaba aplaudiendo y estaba atenta a lo que dijéramos. En mi fuero interno ya me la había ganado con las cuerdas vocales de mi garganta trovadora.
Los demás también formaron sus propios grupos. La primera noche acordamos ir a la discoteca del hotel, pero a mí no me dieron permiso, por lo que me quedé como portero viendo cómo ingresaban a bailar los chicos del tour.
Paseamos por el Sea World, Disney World, Circus World y demás World. Agustín era un vicioso de las fotos, tomaba cientos, yo le seguía la corriente: animal al que fotografiaba, bicho que también yo retrataba, igual con los muñecos, paisajes, juegos, torreones, avenidas, cualquier cojudez, yo le imitaba, me gasté más de una docena de rollos de 36 vistas. En algunas, de taquito me arrimaba al lado de Milagritos y posaba junto a ella.
Una tarde salimos de shoping con mi madre, a Liliana le compró una faldita discreta y un polito manga cero, en cambio a Joselo y a mí se nos antojó un conjunto de super héroe compuesto por un calzoncillo y un polo; para mi hermano, de la Linterna Verde y para mí, de Robin, el compañero de Batman. Bien al taparrabillo salimos de excursión con el grupo, los demás chicos nos miraron asombrados y algunas niñas se cubrieron la boca para disimular las risillas que se les escapaba de la comisura de sus labios.
Después de conocer los atractivos de Florida, especialmente los relacionados al mundo infantil, llegó la hora del regreso al Perú, para entonces yo tenía la certeza de que le gustaba a Milagritos y estaba dispuesto a caerle antes de que nuestros pies tocaran suelo peruano. El día del retorno mi madre nos volvió a vestir con el mismo terno del viaje de ida, incluyendo toda la indumentaria del caso, esta vez no me agradó la idea, ¿qué iba a pensar de mí la bella Dulcinea? Mis hermanos y mi madre se ubicaron en la misma fila del avión. Yo me senté dos más atrás. Me emocioné cuando Milagritos vino a sentarse a mi lado, yo estaba en pasillo y ella en el centro, solo quedaba vacía la ventana. Ese era mi momento, le caería en el avión, en pleno vuelo y allí sellaríamos nuestro romance con un beso. Empero, al asiento de la ventana vino a ubicarse el chico más guapo de nuestro tour, era rubio, de ojos también azules, parecía una muñeca, en cuanto reposó sus nalgas no cejó de hablar con Milagritos quien embobada le escuchaba atentamente. Las cinco horas del viaje se me hicieron eternas, el nudo de la corbata me apretaba la garganta, ahogándome, parecía que yo no existía pues ellos se habían cerrado en una cúpula imaginaria, él ya la tenía agarrada de los manos, la corbata seguía ajustándome, y cuando el piloto anunció que la aeronave estaba presta a aterrizar, él estampó un beso en los labios de Milagritos, ese fue el puntillazo final, cerré los ojos y un vahído me hundió en sus fauces, ella me palmeó el hombro y me preguntó: “¿Chiquito, te pasa algo?”. En mi oído se repitieron esas sádicas palabras como un tintineo infernal, sin poder contener las carniceras arcadas que sacudían mi estómago, lancé un fétido y estruendoso vómito que los bañó por completo en el preciso momento cuando las llantas del avión rozaban tierra peruana. Esa fue mi sabrosa venganza.
Jijijijijiji, vómito cornudo...
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