Estudiar en un colegio de varones marcó mi vida. Comenzar el día rodeado de cincuenta camaradas uniformados cual rebaño de ovejas (más bien ratas de cloaca, por el color del trajecito) y sin una sola mujer al lado (una niña en este caso), no era lo más conveniente para acoger el saber inculcado por los maestros. No sé si a los demás les hiciera ilusión estudiar así; pero a mí, desde luego, no. En el Colegio salesiano San Juan Bosco, donde fui durante la primaria el primer alumno, me incliné por los números, era una fiera en matemáticas, aprendía rápidamente, las asignaturas de ciencia fueron siempre mi fuerte. La literatura y lectura nunca estuvieron dentro de mis planes, con saber leer y escribir era suficiente. Hasta ahí se limitó mi aprendizaje, no quise ahondar más en ese escabroso mundillo.
Ya en transición sabía leer, aprendí muy de prisa y la profesora me encomendaba enseñar, como si fuera su auxiliar, a un grupo de compañeritos de salón. Yo obedecía sin rechistar y daba lecciones como un profesional de primera línea; pero apenas llegaba el recreo, mis "aprendices" salían disparados a la tienda escolar a comprar chucherías, y como mis padres no tenían por costumbre darme propina, pues, a su entender, era muy chiquillo para manejar dinero, me quedaba sentado en mi pupitre. Mis "alumnos" flojeaban, y para soliviantar su dejadez yo les hacía los deberes a cambio de unas cuantas monedas (en mi defensa diré que fueron ellos los que me tentaron, al ver que no llevaba plata al colegio) y como la tienda escolar exhibía sugestivos sanguches, tortas, mazamorras, compotas entre bebidas y demás exquisiteces, era una razón más que suficiente para alargar la mano y guardar el dinero en los bolsillos.
Un día, a manera de confesión, les dije a mis padres: "Ustedes no me dan propina; pero yo tengo mi platita" y sacando de la faltriquera algunas monedas alardeé de mi condición de economista previsor. Mi madre me corrigió: no debía cobrar a mis compañeros sino ayudarles solo a cambio de su agradecimiento. Que ya no les hiciera más las tareas escolares, pues así los convertiría en haraganes. Desde entonces ella comenzó a darme paga de lunes a viernes. Y así pasé mis primeros años de estudios.
En los eventos culturales, deportivos y patrióticos hacíamos grupo con las alumnas del Colegio María Auxiliadora, allí estudiaba Teresa, una chica que cursaba el mismo año que yo; la contemplaba con devoción como si fuera una estampita de la santa que llevaba su nombre, era extremadamente alegre, juguetona y deportista. Siempre estaba rodeada de amigas, lideraba su grupo, siendo la más atractiva y lozana.
Ya en sexto grado, en las clases de matemáticas veía su rostro camuflado entre ecuaciones y números, sonriéndome y hasta seduciéndome. Mis compañeros/alumnos, que continuaron a mi lado con el paso de los años, se dieron cuenta de mi "mal de amores" y me instaron a "caerle" en el próximo evento: el día central de ambos colegios. "Pero si solo nos habremos cruzado unas tres veces en el año y nos dijimos un par de palabras de cortesía", les dije. "¡Eso no interesa. Le caes y listo, te va a decir que ‘sí’! ¡No te preocupes!", me daban valor. "¿Y qué le digo?", inquirí moviendo los hombros. "Ahora el profesor es nuestro alumno —respondieron entre chanzas y burlas—. Solo pregúntale ‘¿quieres estar conmigo?’, y listo".
Era un veinticuatro de mayo, aniversario de nuestros colegios y día de la "Virgen María Auxiliadora", patrona de los salesianos. En la mañana recé a la virgencita por su día, le pedí que me diera valor e inteligencia para pronunciar las palabras correctas en el momento indicado, pues estaba glorificando a la otra virgen: Teresita. La madre del Nazareno no me podía dar la espalda, al contrario incrementaría mi devoción hacia ella siempre y cuando conquistara un sonoro "sí" de los labios de una de sus devotas.
Me encerré en el baño, tardé una infinidad en acicalarme lo mejor que pude y casi acabé el frasco del perfume Paco Rabanne de mi padre. Así listito y pendejillo fui a oír misa en la iglesia San Agustín. Ahí vi a Teresa sentadita con sus compañeras de aula. Mis amigos me alentaron: "Este es tu día, a la salida de la misa le caes. Tú mismo eres". No había marcha atrás. El cura nos despidió con bendiciones: "Hermanos, podéis ir en paz", al unísono respondimos: "Demos gracias al Señor" y salimos presurosamente. Esperé a Teresita mordiéndome las uñas en las afueras del templo. Cuando la vi, me acerqué a su grupo, le dije que deseaba conversar con ella. Al toque se despidió de sus amigas y enrumbamos a la Plaza de Armas.
Nos sentamos en una banca y con mis ojos puestos en los suyos, sin rodeos le pregunté: "Teresita, ¿quieres estar conmigo?". Atónita y como poseída por el demonio sentenció: "¿Qué es lo que dices? ¡Con esas simples palabras pretendes estar conmigo, Willy del Pozo! A mí que he leído de los amores de Romeo y Julieta, de Tristán e Isolda, de Orfeo y Eurídice me vienes con eso". Se levantó de la banca y espetó: "¡Mataste mi naciente entusiasmo con esa vulgaridad! ¡Me has decepcionado!" y se fue corriendo entre los portales. Me sonrojé, trastabillando, con las manos en los bolsillos y cabizbajo, busqué consuelo en mis amigos feligreses que me esperaban impacientes en el jirón Asamblea.
Desde aquella amarga tarde me convertí en un profuso lector de novelas de amor, en busca de aquellos nombres —por entonces desconocidos— Romeo y Julieta, Tristán e Isolda, Orfeo y Eurídice. Al cabo de unos años, con una vida de escriba de por medio, y olvidado el incidente volví a verla, pero a ella ya no le interesaba para nada las letras, cual personaje literario fumaba ardientes tronchos y bebía a cuatro manos la vida misma. Y antes de desnudarse me dijo una frase suya que siempre llevaré en el recuerdo: "¡Ay, del Pozo! La buena literatura está en nuestros cuerpos. No en los libros".
Ya en transición sabía leer, aprendí muy de prisa y la profesora me encomendaba enseñar, como si fuera su auxiliar, a un grupo de compañeritos de salón. Yo obedecía sin rechistar y daba lecciones como un profesional de primera línea; pero apenas llegaba el recreo, mis "aprendices" salían disparados a la tienda escolar a comprar chucherías, y como mis padres no tenían por costumbre darme propina, pues, a su entender, era muy chiquillo para manejar dinero, me quedaba sentado en mi pupitre. Mis "alumnos" flojeaban, y para soliviantar su dejadez yo les hacía los deberes a cambio de unas cuantas monedas (en mi defensa diré que fueron ellos los que me tentaron, al ver que no llevaba plata al colegio) y como la tienda escolar exhibía sugestivos sanguches, tortas, mazamorras, compotas entre bebidas y demás exquisiteces, era una razón más que suficiente para alargar la mano y guardar el dinero en los bolsillos.
Un día, a manera de confesión, les dije a mis padres: "Ustedes no me dan propina; pero yo tengo mi platita" y sacando de la faltriquera algunas monedas alardeé de mi condición de economista previsor. Mi madre me corrigió: no debía cobrar a mis compañeros sino ayudarles solo a cambio de su agradecimiento. Que ya no les hiciera más las tareas escolares, pues así los convertiría en haraganes. Desde entonces ella comenzó a darme paga de lunes a viernes. Y así pasé mis primeros años de estudios.
En los eventos culturales, deportivos y patrióticos hacíamos grupo con las alumnas del Colegio María Auxiliadora, allí estudiaba Teresa, una chica que cursaba el mismo año que yo; la contemplaba con devoción como si fuera una estampita de la santa que llevaba su nombre, era extremadamente alegre, juguetona y deportista. Siempre estaba rodeada de amigas, lideraba su grupo, siendo la más atractiva y lozana.
Ya en sexto grado, en las clases de matemáticas veía su rostro camuflado entre ecuaciones y números, sonriéndome y hasta seduciéndome. Mis compañeros/alumnos, que continuaron a mi lado con el paso de los años, se dieron cuenta de mi "mal de amores" y me instaron a "caerle" en el próximo evento: el día central de ambos colegios. "Pero si solo nos habremos cruzado unas tres veces en el año y nos dijimos un par de palabras de cortesía", les dije. "¡Eso no interesa. Le caes y listo, te va a decir que ‘sí’! ¡No te preocupes!", me daban valor. "¿Y qué le digo?", inquirí moviendo los hombros. "Ahora el profesor es nuestro alumno —respondieron entre chanzas y burlas—. Solo pregúntale ‘¿quieres estar conmigo?’, y listo".
Era un veinticuatro de mayo, aniversario de nuestros colegios y día de la "Virgen María Auxiliadora", patrona de los salesianos. En la mañana recé a la virgencita por su día, le pedí que me diera valor e inteligencia para pronunciar las palabras correctas en el momento indicado, pues estaba glorificando a la otra virgen: Teresita. La madre del Nazareno no me podía dar la espalda, al contrario incrementaría mi devoción hacia ella siempre y cuando conquistara un sonoro "sí" de los labios de una de sus devotas.
Me encerré en el baño, tardé una infinidad en acicalarme lo mejor que pude y casi acabé el frasco del perfume Paco Rabanne de mi padre. Así listito y pendejillo fui a oír misa en la iglesia San Agustín. Ahí vi a Teresa sentadita con sus compañeras de aula. Mis amigos me alentaron: "Este es tu día, a la salida de la misa le caes. Tú mismo eres". No había marcha atrás. El cura nos despidió con bendiciones: "Hermanos, podéis ir en paz", al unísono respondimos: "Demos gracias al Señor" y salimos presurosamente. Esperé a Teresita mordiéndome las uñas en las afueras del templo. Cuando la vi, me acerqué a su grupo, le dije que deseaba conversar con ella. Al toque se despidió de sus amigas y enrumbamos a la Plaza de Armas.
Nos sentamos en una banca y con mis ojos puestos en los suyos, sin rodeos le pregunté: "Teresita, ¿quieres estar conmigo?". Atónita y como poseída por el demonio sentenció: "¿Qué es lo que dices? ¡Con esas simples palabras pretendes estar conmigo, Willy del Pozo! A mí que he leído de los amores de Romeo y Julieta, de Tristán e Isolda, de Orfeo y Eurídice me vienes con eso". Se levantó de la banca y espetó: "¡Mataste mi naciente entusiasmo con esa vulgaridad! ¡Me has decepcionado!" y se fue corriendo entre los portales. Me sonrojé, trastabillando, con las manos en los bolsillos y cabizbajo, busqué consuelo en mis amigos feligreses que me esperaban impacientes en el jirón Asamblea.
Desde aquella amarga tarde me convertí en un profuso lector de novelas de amor, en busca de aquellos nombres —por entonces desconocidos— Romeo y Julieta, Tristán e Isolda, Orfeo y Eurídice. Al cabo de unos años, con una vida de escriba de por medio, y olvidado el incidente volví a verla, pero a ella ya no le interesaba para nada las letras, cual personaje literario fumaba ardientes tronchos y bebía a cuatro manos la vida misma. Y antes de desnudarse me dijo una frase suya que siempre llevaré en el recuerdo: "¡Ay, del Pozo! La buena literatura está en nuestros cuerpos. No en los libros".
Soy amigacho de Willy. Me emborraché muchas veces con él en España. Es mi único editor. Publicó mi Ajo. ¡LARGA VIDA A WILLY!
ResponderEliminarTengo 39 añitos, soy nudista y playero.
Eso te pasa por estar persiguiendo sapitos en lugar de leer a Benedetti, el dios del amor. Estoy seguro que la tal Teresa te hubiera tendido la mesa como a un gran comensal para que disfrutes de su aromática y jugosa delicia de niña mujer, si tan solo le hubieras recitado cualquier verso del viejo, ella lo hubiera hecho ante la vista atenta de toda la población huamanguina y no hubiese tardado tanto tiempo para demostrarte en un metro cuadrado de un hotel, que la buena literatura no estaba en los libros sino en su cuerpo de exalumna del María Auxiliadora.
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